El cuello de camisa

Me encontré un papel blanco, sobre el cual figuraba una historia que así rezaba:

Un cuello de camisa muy usado y bastante ajado fue a parar al cesto de la ropa sucia, donde conoció ciertas prendas de lencería fina y muy femenina con las que quiso a toda costa relacionarse. Tan grato le resultaba hacerlo, que hizo de ello un uso excesivo.

Veamos cómo sucedió todo:

Seducido por las insinuantes formas de un sujetador que allí moraba, quiso el cuello hacerle la corte. Mas al saberse la prenda, perseguida por tan ralo cortejador, pronto se lo sacó de encima.

También la braga a juego lo mandó a freír espárragos, al descubrir que el cuello se le acercaba con libidinosas intenciones. Dirigió entonces el cuello sus elogios a un fino pañuelo de encaje, el cual no mostró ninguna simpatía por un tipo como aquél.

Disgustado por tanto menosprecio, dispuesto a ahogar sus penas de amor en lo más hondo de la cesta, el cuello lanzó un suspiro y se dispuso a esperar pacientemente la hora de la colada. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Si las prendas finas recibieron delicado trato, no fue así para el cuello el cual, ahíto de sudor y suciedad, se vio frotado y estrujado con fuerza para recuperar su antigua limpieza. Terminado tan tormentoso trato con el agua y el jabón, hubo de pasar todavía el cuello a la intemperie un tiempo hasta que se secó y al final el díscolo protagonista de nuestra historia vio, ¡ay!, cómo se alejaban de él las lindas y excitantes prendas que el azar le había permitido conocer. Y con gran pena constató que con ellas se marchaba, ¡oh dolor!, la ocasión perdida de sus primeros amoríos.

Ya limpio y seco el cuello de la plancha quiso escapar, mas aquella figura oronda, por cuya metálica dentadura escapaban vapores sin parar, lo agarró por el pescuezo calentándolo a conciencia. Medio mareado por el calor y tieso por el almidón, apenas pudo nuestro amigo vislumbrar la figura de una tijera que hacia él se dirigía, con intención de cortarle los hilos que, como barbas de macho cabrío, aparecían por doquier a lo largo y a lo ancho de su geografía.

A la vista de la fineza de las larguiruchas piernas de su eventual rasuradora, quiso el cuello ligar con la tijera, mas ella escapó con celeridad ante tan torpes insinuaciones.

Tan solo se hallaba el cuello, tan desdichado se sentía, que para vengarse del mundo se dedicó a cultivar el desdén y la altanería.  

Pasó el tiempo y cuando su aspecto junto con su consistencia no le permitieron cumplir con decencia la misión que tenía encomendada (mejorar las camisas de su amo), el cuello fue llevado al molino de papel. En aquel paredón donde iban a morir objetos tan desmejorados y vetustos como él mismo, daba nuestro héroe rienda suelta a sus complejos de superioridad contando a todos cuantos querían escucharle (más bien pocos) sus conquistas de antaño, los amoríos habidos.

El cuello, mejor dicho, lo que de él quedaba fue convertido en papel, el papel blanco, sobre el cual se escribió esta historia que acabas, querido lector, de leer y recrear.